La complejidad de las cualificaciones necesarias para el desarrollo de un trabajo y el nivel requerido para su ejecución constituyen rasgos sumamente representativos de la sociedad moderna actual. Hasta épocas muy recientes era posible desarrollar un empleo con las aptitudes adquiridas principalmente fuera de la escolarización convencional; sin embargo, en la actualidad una falta de cualificación formal conduce, en la mayoría de los casos, a la marginación laboral y social.
Hoy en día el debate europeo sobre la educación está centrado en el papel que ésta juega en la economía del saber. De hecho, en muchas ocasiones se afirma que la formación que se imparte en las universidades y en los centros de educación secundaria no es la adecuada para satisfacer las necesidades de la sociedad de mercado y cumplir con sus objetivos de crecimiento. Como consecuencia de este debate se ha incorporado con suma fuerza el término de competencias al campo educativo. Pero, tal y como advierte Díaz Barriga (2006: 33) el empleo del término competencias ha dado origen a un lenguaje muy amplio en el terreno de la educación. Esta diversificación lleva a promover clasificaciones distintas de las competencias y origina una enorme confusión. Igualmente, señala este autor, la aplicación de este término ha rendido buenos dividendos a la formación técnica pero su aplicación a la educación superior ha traído nuevas dificultades y ha potenciado un discurso hueco de innovación.
A pesar de los elementos críticos puestos en evidencia por Díaz Barriga (2006), parece claro que las administraciones públicas desean avanzar en este discurso en el diseño de su sistema educativo; por ello, y de cara a restarle ambigüedad a una investigación de este tipo, es necesario defnir un marco conceptual de partida. A nuestro juicio, la aportación de Barrón Tirado (2009: 78) es muy interesante.
Indica esta autora que las competencias se deben concebir, en un sentido amplio, como un constructo angular que sirva para referirse a un conjunto de conocimientos y habilidades que los sujetos requieren para desarrollar algún tipo de actividad. Cada actividad exige un número variado de competencias que pueden ser desglosadas en unidades más particulares en las que se especifican las tareas concretas que están incluidas en la competencia global. Se puede, por tanto, afirmar que la competencia está formada por diversas unidades de competencia. Barrón Tirado (2009: 78-79) sugiere utilizar, como clasificación de grandes grupos, la realizada por Aubrun y Orifamma (1990): 1. comportamientos profesionales y sociales; 2. actitudes; 3. capacidades creativas y 4. actitudes existenciales.
El primer gran grupo de competencias se refiere al tipo de actuaciones ordinarias que los sujetos han de realizar en la empresa en la que trabajen. A nuestro juicio, el estudio Tertiary Education for the Knowledge Society, realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2008) también ha incorporado el debate de las competencias profesionales definido por Aubrun y Orifamma (citado en Barrón, 2009). Este informe, de trascendencia para el sistema de educación superior de Europa, centra el debate educativo en los siguientes interrogantes:
- ¿Se está produciendo un exceso de oferta de graduados en relación a la demanda del mercado del trabajo?
- ¿Reciben los universitarios una educación pertinente o existe un desajuste entre los cursos que ellos eligen y las necesidades de la economía?
- ¿Son apropiadas las capacidades y habilidades que los jóvenes adquieren para el desempeño de los roles exigidos en el mundo laboral?.
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