A las ocho y media de la mañana del día 29 de septiembre, los representantes de los Sindicatos ya manifestaban que la Huelga era “un éxito”. Y ante la pregunta de si en sus cálculos, contabilizaban también a las personas que hubieran deseado trabajar, pero que no habían podido hacerlo, aplicaban la consigna, “por supuesto que sí”.
Lo cierto es que sólo se ha seguido la huelga allí donde los piquetes coactivos han hecho acto de presencia, o donde se han reventado ruedas, esparcido basura, atascado cerraduras o hecho acto de amenazante presencia.
Las cifras finales de seguimiento de la huelga reflejarán realmente hasta qué punto las organizaciones sindicales son capaces de inducir al miedo, de amenazar, violentar, imponer o agredir.
Los propios sindicatos, creyendo que unas cifras elevadas refuerzan su postura, se retratan sin pretenderlo como auténticos matones, aunque en muchos casos no pasen de abusón de instituto. Si el seguimiento se ha conseguido con violencia, amenaza o coacción, un seguimiento masivo se traduce en mayores coacciones, por su número o por su especie. Tanto peor.
Técnicamente la coacción consiste en obligar ilegítimamente a alguien a hacer lo que no quiere, o impedirle hacer lo que sí quiere. La coacción es un delito o una falta penal en función de su gravedad y del empleo de violencia. Me pregunto hasta qué punto, muchos de los que protagonizan estas acciones ilegítimas, son conscientes de que están cometiendo un ilícito penal. Muchos sí son conscientes, pero creen justificada su acción.
En este campo, nada nuevo. Más bien un cansino seguir hablando de lucha de clases, arremetiendo contra “los empresarios”, metiendo en el mismo saco a Inditex y a la carnicera de la esquina; al Corte Inglés y al carpintero que emplea a cinco trabajadores. “Lucha” en un tiempo en que se supone que ha sido sustituida por mecanismos democráticos y el Estado de Derecho; “clases” en un tiempo en que trabaja más y con menos derechos cualquier autónomo que un asalariado.
Una consideración más: si la crisis que vivimos desde 2007 nos sitúa en un nuevo escenario a todos, las organizaciones sindicales no pueden abstraerse de una realidad. Un hecho: puede que la reforma laboral prevea recortes en determinados derechos sociales de los trabajadores, pero el empresariado de este país, abrumadoramente compuesto por PYMES y microempresas, están siendo literalmente masacrados. Se destruyen empresas a millares, llevándose consigo, no sólo a los trabajadores y al empresario que hay detrás de cada una, sino dejando tras de sí un lastre de desolación en el panorama económico del país y en el tejido empresarial que crea riqueza PARA TODOS. Años de esfuerzo, inversión y experiencia, reducidos a la nada. En muchos casos, ni siquiera a la posibilidad de volver a empezar.
La vieja dicotomía del empresario malo y el trabajador bueno, es una mentira que roza lo criminal. Cualquier país que aspire a una vida mejor para sus ciudadanos, necesita más empresarios y más empresas. Necesita de gente con iniciativa e ideas, con capacidad para arriesgarse y crear, gente con ambición para sí y para otros, gente que vea y vaya más allá. La empresa crea empleo, el sindicato, no. Es un a verdad sencilla, pero verdad. El empresario no tiene que ser perseguido para alimentar una mitificada “lucha de clases” que hace décadas que dejó de tener sentido. En el fondo, lo que subyace es un odio ideológico al sistema capitalista, sistema que –si bien con imperfecciones- ha creado y distribuido el mayor caudal de bienestar y progreso que Occidente haya conocido.
Uno de nuestros principales problemas es que la actual generación de jóvenes y otras que ya no lo son tanto, han tenido como máxima aspiración en la vida ser funcionario o, como mucho, empleado por cuenta ajena con estabilidad máxima garantizada (un trabajo para toda la vida, en la misma empresa, en la misma localidad, con el mismo horario, de los 20 a los 65 años).
Afirmo, con muchos otros que se han manifestado en este sentido en los últimos días, que en estos tiempos de crisis y catarsis en los que tanto debe cambiar, las organizaciones sindicales necesitan una reforma profunda y una actualización ideológica. Si el papel de los representantes de los trabajadores es fundamental, éstos deben ser un reflejo real de aquellos y no un ente subvencionado que alimenta con falsedades y mecanismos tan reprobables como los piquetes coactivos, ideas trasnochadas que les permiten perpetuar una organización a la que cada vez menos personas quieren pertenecer porque no representan a nadie más que a sus propios dirigentes.
María Luisa Cid Castro
Abogada y Presidenta de la "Fundación Galega da Muller Emprendedora".
Abogada y Presidenta de la "Fundación Galega da Muller Emprendedora".