jueves, 11 de noviembre de 2010

COMPETENCIAS PROFESIONALES DE LOS TITULADOS UNIVERSITARIOS ESPAÑOLES. Por María Jesús Freire Seoane y Venancio Salcines Cristal


La complejidad de las cualificaciones necesarias para el desarrollo de un trabajo y el nivel requerido para su ejecución constituyen rasgos sumamente representativos de la sociedad moderna actual. Hasta épocas muy recientes era posible desarrollar un empleo con las aptitudes adquiridas principalmente fuera de la escolarización convencional; sin embargo, en la actualidad una falta de cualificación formal conduce, en la mayoría de los casos, a la marginación laboral y social.

Hoy en día el debate europeo sobre la educación está centrado en el papel que ésta juega en la economía del saber. De hecho, en muchas ocasiones se afirma que la formación que se imparte en las universidades y en los centros de educación secundaria no es la adecuada para satisfacer las necesidades de la sociedad de mercado y cumplir con sus objetivos de crecimiento. Como consecuencia de este debate se ha incorporado con suma fuerza el término de competencias al campo educativo. Pero, tal y como advierte Díaz Barriga (2006: 33) el empleo del término competencias ha dado origen a un lenguaje muy amplio en el terreno de la educación. Esta diversificación lleva a promover clasificaciones distintas de las competencias y origina una enorme confusión. Igualmente, señala este autor, la aplicación de este término ha rendido buenos dividendos a la formación técnica pero su aplicación a la educación superior ha traído nuevas dificultades y ha potenciado un discurso hueco de innovación.

A pesar de los elementos críticos puestos en evidencia por Díaz Barriga (2006), parece claro que las administraciones públicas desean avanzar en este discurso en el diseño de su sistema educativo; por ello, y de cara a restarle ambigüedad a una investigación de este tipo, es necesario defnir un marco conceptual de partida. A nuestro juicio, la aportación de Barrón Tirado (2009: 78) es muy interesante.
Indica esta autora que las competencias se deben concebir, en un sentido amplio, como un constructo angular que sirva para referirse a un conjunto de conocimientos y habilidades que los sujetos requieren para desarrollar algún tipo de actividad. Cada actividad exige un número variado de competencias que pueden ser desglosadas en unidades más particulares en las que se especifican las tareas concretas que están incluidas en la competencia global. Se puede, por tanto, afirmar que la competencia está formada por diversas unidades de competencia. Barrón Tirado (2009: 78-79) sugiere utilizar, como clasificación de grandes grupos, la realizada por Aubrun y Orifamma (1990): 1. comportamientos profesionales y sociales; 2. actitudes; 3. capacidades creativas y 4. actitudes existenciales.
El primer gran grupo de competencias se refiere al tipo de actuaciones ordinarias que los sujetos han de realizar en la empresa en la que trabajen. A nuestro juicio, el estudio Tertiary Education for the Knowledge Society, realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2008) también ha incorporado el debate de las competencias profesionales definido por Aubrun y Orifamma (citado en Barrón, 2009). Este informe, de trascendencia para el sistema de educación superior de Europa, centra el debate educativo en los siguientes interrogantes:
  • ¿Se está produciendo un exceso de oferta de graduados en relación a la demanda del mercado del trabajo?
  • ¿Reciben los universitarios una educación pertinente o existe un desajuste entre los cursos que ellos eligen y las necesidades de la economía?
  • ¿Son apropiadas las capacidades y habilidades que los jóvenes adquieren para el desempeño de los roles exigidos en el mundo laboral?.
  

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jueves, 4 de noviembre de 2010

APOYO AL PEQUEÑO COMERCIO


El pequeño comercio lo está pasando mal. Dentro de la actual crisis en la que todos los sectores han sufrido daños, el pequeño comercio tradicional es uno de los más castigados. A la crisis, se suma un cambio conceptual que prima a las grandes superficies, por parte de las autoridades que consideran que potencian sinergias económicas y crean empleo; y también por la ciudadanía que las ve como una forma de vida más barata, moderna y eficiente, en la que es fácil aparcar, encuentras una amplia gama de ofertas, precios competitivos y ocio para toda la familia. Es, además, un hecho que estas superficies comerciales se nutren de grandes empresas y de franquicias económicamente potentes, gestión muy profesionalizada y marketing muy trabajado. Frente a esto, el comerciante de toda la vida, a menudo desespera y, no pocas veces, agoniza.
No estoy contra los centros comerciales. Por un lado es verdad que, bien planteados y con unos estudios previos de mercado realizados adecuadamente, potencian el desarrollo regional y el efecto multiplicador de los lugares donde se implantan. Y es cierto que proveen a los ciudadanos de servicios y oportunidades a los que tienen derecho en un mercado de libre competencia.
Pero, igualmente, creo firmemente en la necesidad de la defensa del pequeño comercio que está siendo maltratado y, casi, aniquilado, no sólo de forma injusta e innecesaria, sino causando además con ello gravísimos perjuicios a los pueblos y ciudades y a la calidad de vida a la que estamos acostumbrados y que es y ha sido uno de los principales baluartes y atractivos de nuestro país. Se daña al tejido social de parte de la clase media, que ayuda con la fuerte carga impositiva que soportan, a mantener en marcha el sistema. Se frena, también, el ímpetu creativo, generador de riqueza a pequeño nivel. Defender al pequeño comercio no implica hacer trampa de ninguna clase. A veces, puede consistir, simplemente, en no agraviarle. Agraviarle bloqueándole sus accesos, impidiendo los suministros, convirtiendo un aparente embellecimiento de una zona urbana en una carrera de obstáculos. Los municipios no deben, además, sacar indecente provecho de políticas sancionadoras agresivas que no buscan el bien común, sino la recaudación y que convierte el ejercicio comercial en un campo minado.
Barrios abandonados y sin comercio suponen calles inseguras, sucias, oscuras y vacías. Significan falta de servicios y falta de vida y futuro. Potenciales ghettos.
Entiendo que no es necesario atacar a las grandes superficies, sino desarrollar políticas inteligentes que aprovechen a ambos, que motiven al consumidor que se desplaza a otra localidad por sus superficies, para acercarse a la ciudad y barrios de toda la vida con incentivos adecuados; que se incentive que los comercios se especialicen e innoven, que ofrezcan cosas nuevas y diferentes, que den a los ciudadanos los servicios de cercanía y personalización que una gran superficie no puede cubrir, que se cuente con los comerciantes a la hora de realizar infraestructuras y espacios públicos, a la hora de planificar eventos sociales y festivos, a la hora de promocionar las ciudades y los pueblos de cara al turismo.
Los cambios son inevitables y los tiempos han cambiado. Defendamos un pequeño comercio que nos enriquece y da calidad de vida, que necesitamos desde un punto de vista económico y desde un punto de vista vital. Definamos el tipo de ciudad  que deseamos para nosotros y nuestros hijos y adoptemos las medidas oportunas para llevar a cabo las políticas e innovaciones necesarias.


María Luisa Cid Castro
Abogada y Presidenta de la FGME